4ª RUTA : Desde el mirador de Sierra Morena.

 Como no podría ser de otra manera, hoy se ha vuelto a repetir la historia de cada mañana, aunque el ruido del despertador ha conseguido sacarme del sueño, no he podido evitar combatir internamente por la facilidad del manotazo al reloj para seguir durmiendo o vencer el obstáculo que representa echar los pies al suelo,  y como casi siempre ha ganado la opción menos racional, ahora ya tengo los dos pies en el suelo y se inicia dura aventura de acabar de despertarse a estas horas de la mañana cuando las estrellas empiezan a despedirse por unas horas entre el agua fría la agradable brisa de la mañana y un poco de fuerza de voluntad hacen el trabajo suficiente para que en pocos minutos me encuentre ya en la calle despidiendo la tenue y amarillenta luz de las farolas.  Ahora una mirada hacia el recuerdo del inexistente pilón, ahora una mirada al cielo para apreciar que hoy también está absolutamente limpio, imagen inconfundible de otro cálido  día de verano. Mientras palpo  la tranquilidad de la mañana, me siento en el quicio de la puerta,  en el escalón, mientras me termino de desperezar y me propongo un nuevo itinerario, consigo imaginarme física y mentalmente con fuerzas suficientes para observar este pequeño mundo desde arriba, desde el mirador de la sierra. Con la mirada fija en la parte alta de la sierra y en el inicio de la cuesta que lleva hacia La Plaza, en busca del camino de San Lorenzo, paso a paso, como cada mañana me empiezo a empapar de la nostalgia.

 

Al inicio de la cuesta, hacia la derecha, me llama la atención  una de tantas casas que hoy, ya rehabilitada, ha perdido su identidad,  con una  imagen impersonal que acaso quiere identificar la forma de vivir de una gente. Al pararme delante de ella todavía consigo ver, al lado de la puerta, a media altura y clavada en la pared, una argolla que en su día sirvió de soporte de amarre para las bestias de la casa y una puerta de madera resquebrajada por el paso del tiempo pero que conserva entre clavo y clavo, entre grieta y grieta parte de la historia de este sitio, está entreabierta y la curiosidad puede más que mi educación, la desplazo con mucho cuidado hacia el interior pero no consigo evitar el  ruido que provocan sus viejas y oxidadas bisagras, me quedo parado un momento pero nadie parece haber dentro. Me llama la atención el empedrado del suelo y lo rudo de las paredes de adobe pintadas hasta media altura que dejan entrever las muchas irregularidades de las mismas, a la derecha del amplio pasillo una puerta basta de madera intenta preservar la intimidad de una habitación amplia con un pequeño ventanal  en la parte alta de la pared, dos camas, una de matrimonio y un camero a modo de complemento junto a una cómoda, un armario y un palanganero son el mobiliario que sin  guardar una uniformidad entre ellos dan una belleza ciertamente mágica al aposento, no puede faltar en una habitación de este tiempo la imagen de la Virgen a la cabecera de la cama. Por un momento logro imaginar, aunque con dificultad , la situación producida años atrás, en esta misma habitación, en el momento del alumbramiento de esa, la dueña de la casa,  el corrillo de las mujeres de la vecindad para ayudar a la comadrona, la palangana llena de agua caliente, las toallas ,..., los gritos de la parturienta,..., el espacio vacío dejado por los hombres que en esos momentos cumplían con su labor en el campo, con la dureza de la imagen en mi cabeza abandono la habitación y sigo pasillo adelante, casi tropiezo con la cantarera sita al borde del pasillo con los cántaros llenos de agua, la pendiente natural del pasillo me invita a dirigirme hacia la cocina-comedor, entre las cortinas que marcan la separación con el pasillo se distingue una jarrera de la que cuelgan no se cuantos pañitos de ganchillo, al llegar a esta parte de la casa me doy cuenta que también conserva ese suelo a modo de empedrado particular, mi mirada se centra ahora en el pasillo que lleva hasta el corral, marcado quien sabe si por el desgaste producido por el paso diario de las bestias a su salida matutina y su recogida nocturna camino de su zona de descanso, la puerta del corral está abierta y mi curiosidad no permite otra cosa que ver lo que se esconde detrás de ella, un inmenso patio, un pizarral al fondo del cual una cuadra es el lugar de cobijo de los animales, a excepción hecha de las gallinas que tienen su recinto específico realizado a base de no se que tipo de alambrada combinada con palos, trapos y maderas viejas que cierran la estancia. Parado en la parte alta del escalón que forma la entrada al corral me llega un olor característico, fuerte,  mezcla entre basura y no se que más, el caso es que aún siendo desagradable no deja de tener su encanto, como no veo a nadie vuelvo a coger la dirección de la calle entre la duda de si cerrar el gran cerrojo que hace las funciones de llave, pero me decido por dejar entornada la puerta, noto entonces la fuerza de el calor que llega de la lumbre que el dueño de la casa ha dejado encendida, no se muy bien porqué, al lado de la chimenea que preside la cocina bajo la mirada de la cual un camapé y una mesa redonda con cuatro sillas completan el mobiliario de la casa, dirección a la calle no dejo de pensar en la osadía de introducirme en casa ajena sin permiso alguno, esperando que los dueños entiendan mi atrevimiento o no lleguen a  tenerlo que entender, cuando estoy cerrando la puerta nuevamente, con  sumo cuidado para evitar el ruido producido por  las bisagras, oigo una voz familiar que me da los buenos días invitándome a entrar. Estoy en la calle, frente a una puerta de aluminio recién instalada,  adaptada a nuestro tiempo, debo tener cara de alelado por que la dueña de la casa,  de mi familia, tiene cara de sorprendida, después de darle las oportunas explicaciones sigo mi camino hacia la plaza con el gusanillo de no haber podido ver el interior de la casa, casa en la algunos lugareños, entre ellos el que escribe, vieron la luz por primera vez hace ya un tiempo, en esa habitación que sigue dando a la calle, ahora con un ventanal amplio protegido con las pertinentes rejas.

 

Pensando todavía en la cara de sorpresa de hace un momento sigo subiendo la calle haciéndoseme difícil de creer la cantidad de coches que casi se amontonan en los laterales, un coche llamativo aquí, otro más espectacular allá, entre el examen de unos y la comparativa con otros sin darme cuenta  he llegado a la plaza y aunque es una hora temprana no paso inadvertido, un grupo mayoritario de mujeres, donde a duras penas se adivina la presencia de algún hombre, está rodeando el tenderete instalado a modo de tienda ambulante en la puerta de la iglesia. Productos de primera necesidad de hoy con modos de venta de antaño; cada día o cada dos días de la semana un vendedor ambulante intenta cubrir parte de las necesidades de los pocos habitantes de esta aldea. Entre intercambio de saludos y miradas sorprendidas dejo la plaza dirección al camino del Chorrero mientras algún nativo está recriminando sutilmente al vendedor la poca presencia que estos tienen en el pueblo fuera de la época estival, otros, ya a estas horas de la mañana tienen suficientes ánimos para enzarzarse en una ardua discusión sobre el orden que  supuestamente debe mantenerse para la obtención de los pertinentes provisiones, marcho con la sensación de que quizá el peor parado sea el individuo, que sin mucho éxito, intenta terciar en el conflicto.

 

Unos metros alejado de la plaza, salvo por los ladridos de algún perro, el rebuzno de algún burro, la tranquilidad es ahora total, lo que me da pie a cavilar sobre el paseo que estoy a punto de iniciar, al pie del camino de San Lorenzo no parece que pueda ser  ningún problema la subida a la sierra. Siguiendo el sendero que parece marcar el camino se inicia de forma brusca la subida, no pasa mucho tiempo sin encontrar a alguien que rompa momentáneamente la monotonía de la subida, a la izquierda del camino alguien ya está regando las últimas camadas de un huerto que hace las veces de entretenimiento y de mínima ayuda para el sustento. A pesar de que le agua llega al huerto no consigo identificar el sonido que debería delatar el camino que esta sigue desde la alberca que se distingue a lo lejos, no tardo demasiado en encontrar la respuesta que no es otra que una conducción de plástico a veces negro a veces verde, ...,  que a modo de goma facilita la tarea del riego sin la utilización de la azada, legón  o utensilio similar.

 

Entre  pensamiento y mirada, mirada y pensamiento, empiezo a notar que aunque no ha pasado mucho tiempo desde el inicio del paseo la respiración ya no es tan fluida como al principio y las piernas empiezan a notar la pendiente que ahora, al mirarla de nuevo, parece que a sufrido un considerable incremento en su pendiente y un ostensible deterioro en su firme que no es tal, no me queda más remedio que especular con poner la primera meta para descansar a una distancia prudencial, consigo identificar desde donde me encuentro una curva a la sombra a modo de referencia y ... a duras penas he conseguido no pararme antes,  miro hacia atrás y no está mal, ya he dejado atrás parte del camino y empieza a distinguirse, entre los matorrales que lo definen, la figura del pueblo y sus alrededores. El cansancio que empieza a hacer mella no es motivo para empañar lo más mínimo la visión que se imagina desde la cima en función de la que desde este lugar arrinconado se empieza a apreciar vagamente apagada por la intensidad del sol de la mañana que ilumina desde el este. Apenas repuesto de la primera andadura retomo la marcha observando y asumiendo con resignación como crece por momento la pendiente, las miradas hacia abajo son  cada vez menos numerosas, las paradas son cada vez más necesarias. menos espaciadas y con menos metros entre ellas, los pasos se hacen cortos, pesados y dolorosos, ..., después de no pocos  esfuerzos se adivina, bajo una de las columnas que soportan los cables de alta tensión que alimentan a la aldea, el camino que da paso a un vallejo que solo de imaginarlo da consuelo al aliento y a las piernas que hace ya un rato superaron la resistencia al  cansancio. Alcanzada la columna metálica y mientras se empieza a saborear el merecido descanso a sus pies, se agradece, y de que manera, la pequeña planicie que lleva al carril que recorre la cuerda de la sierra. Cuando el aliento se estabiliza  y las piernas han vuelto a sus estado normal el camino por el vallejo de la sierra se hace más agradecido, aunque se echan de menos esas contemplaciones no realizadas, con la sensación de casi haber superado las dificultades, inesperadamente, vuelve a aparecer el penúltimo obstáculo que aunque en forma de pequeña cuesta se hace incansablemente dura justo en su final antes de llegar al sendero que cruza la cuerda de la Sierra de San Lorenzo. Descargando los músculos, estirando las piernas en toda su expresión una vez en el camino, tras una rápida y sorprendente recuperación, a estas horas de la mañana la duda de si merece o no la pena el esfuerzo pasa vagamente por la cabeza, después, la tranquilidad y la serenidad del momento invitan a imaginar los esfuerzos a los que obligaba la vida cotidiana de otro tiempo en el intento de llegar al otro lado de la sierra, a ese lugar que aún no se divisa y que en su encuentro tenía el pago del esfuerzo, San Lorenzo. El monte y los pinos cierran la visión del horizonte a lado y lado el camino hasta unos cientos de metros más adelante donde  de nuevo hacia el norte empieza a abriese el cielo tras el pizarral que se opone al paso hacia el valle. Fuera ya del camino, unos metros hacia el norte, superado el pedregal y los primeros pizarrales de al sierra se descubre una imagen impresionante, por su belleza,  por su inmensidad, por su ... difícil es describir tanta grandeza en un lugar tan insignificante. No se puede menos que intentar retener de por vida una sensación de paz, de libertad, de grandeza, ... , en pie sobre la peña más alta del pizarral, con los brazos abiertos en forma de cruz, con los ojos cerrados en un interminable inspiración intento retener en mi mente, en mi ser, esa  increíble mezcla de placer, de satisfacción, de gozo que querría alargar de forma indefinida en el tiempo, en realidad es un instante, un instante en el que pasan por mi mente todos los años de vida de mi pueblo,  las cosas, las costumbres, los acontecimientos , las gentes, es como si estuviese flotando entre las nubes, entre el tiempo, viendo el paso de los años, la historia de las Huertas, ... , pero todo vuelve al presente tras abrir de nuevo  los ojos, y entonces no puedo nada más que limpiar unas... lágrimas que denotan la inmensa e indescriptible sensación de gozo y de orgullo de una vida condensadas en ese momento.

 

 

 

 

Entre los grandes pizarrales busco una zona que me permita cómodamente seguir  saboreando, contemplando,  ahora con más calma,  pero con la misma complacencia esa indescriptible imagen que se abre a mis pies. No ha costado demasiado, he conseguido encontrar una pequeño rincón a modo de silleta que queda protegida por un lateral de forma que no deja que el sol, que ya empieza a hacerse notar, enturbie de manera alguna la contemplación del paisaje, recostado con la cámara en la mano empiezo a examinar con más detalle los lugares que desde aquí pueden llegar a divisarse. Me detengo un momento por que me ha parecido oír voces, y en efecto, entre tanta tranquilidad se oyen casi a la perfección las voces de las discusiones que aún se están manteniendo a saber a quien le toca el turno para realizar las compras del mercadillo ambulante que todavía sigue  en la plaza,  junto a la puerta de la Iglesia. Sorprendido por el efecto sigo contemplando e intentando robarle al tiempo una imagen que me devuelva el recuerdo y la sensación de este momento. A la izquierda desde los Naceros y el Collado de Córdoba, entrecortado por la curvatura de la Sierra de San Lorenzo, junto al imponente Cerro de la Utrera, a sus pies, se distingue como un pequeño, insignificante y sombreado rinconcillo, El Peñón, punto de encuentro de dos cerros, entre los que aún corre la Aliseda de Los Blancos, uno de los muchos arroyos que en su día dieron vida a la zona que marcó el inicio de los aposentos de los primeros pobladores de la zona, La Casa Abajo cuyas ruinas parecen resistirse a que desaparezcan todas las huellas de lo que en su día fue. Tras la línea marcada por El Peñón y la Casa Abajo queda un interminable campo entre el que pueden verse algunos olivares que aunque más parecen pertenecer a otros términos municipales, por su lejanía, forman parte del poco campo que aún sigue vivo en nuestra aldea.

 

 

 

 

Con la mirada perdida entre tanta monótona vegetación, con la vista siempre puesta en el norte, entre tanto cerro, a lo lejos  parece distinguirse algo que ligeramente rompe esa invariabilidad del paisaje, haciendo uso del zoom de la cámara consigo identificar, a duras penas, la silueta de lo que en su día fue el centro del Campo de Calatrava, El Castillo de Calatrava la Nueva, aquel que llegó  a ser el fin del principio o el principio del fin de la estancia musulmana en la península, me cuesta suponer este paisaje como campo de batallas y se me hace difícil imaginar, desde tan arriba, al Castillo de Calatrava y a la villa de Belvís como progenitores de la actual aldea de Huertezuelas. Quiero percibir la visión en el tiempo de los primeros que llegaron a esta parte de Sierra Morena, se me hace imposible atar los cabos que llevaron a no se sabe quien a acercarse a los naceros de estas tierras  a través del camino que llega hasta San Lorenzo, primero hasta lo que en su día pudo ser el Castillo de Dueñas que, quien sabe si en algún tiempo pudo situarse en la loma de la Sierra de San Lorenzo con perfecta visión del valle de Alcudia y el Campo de Calatrava, castillo que ya a finales del siglo XVIII es posible que solo, como ahora, existiese en el recuerdo  y en la anotación de un pergamino a modo de mapa.

 

Se encripta  en mi imaginación la visión cinematográfica de un individuo, campesino o pastor, que busca el socorro del monte agobiado y perseguido por los que le exigen más de lo que tiene, ah de lo señores del Castillo, la lejanía y el olvido pudieron dar pie a nuevos colonos en la zona, primero al cobijo del Cerro de la Utrera, luego al cobijo de la sierra de San Lorenzo, siguiendo entre perdidos y descontrolados lograron medio malvivir, encontraron la mínima libertad que sirvió, tras varias etapas de soledad, para conseguir aposentar la primera familia, percibo la soledad de unos, la complacencia de otros y las correrías de algunos que pudieran andar por estos parajes medio abandonados;  veo como entre piedras, jara y barro, a base de adobes se levantan las primeras paredes en una pequeña planicie entre tanto cerro y como poco a poco se van poblando zonas colindantes y separadas, .., e intuyo la mayor injusticia de la  desamortización de Mendizábal girar al final su mano para repartir las tierras entre  aquellos que la poblaban, los allegados vecinos hicieron suyo medio campo, iban tomando raigambre las reuniones en aquel sitio y veo nacer unas casas, unas calles, una plaza una iglesia, y ... un pueblo que no pasará de aldea y… noto como avanza la mañana por la sensación de castigo que el sol deja en mi cabeza, me resisto a cerrar mi particular aventura si bien empiezo a buscar cobijo del sol en la pizarra donde me encuentro aunque se hace ciertamente difícil, el sol cada vez está más alto y me cuesta cada vez más protegerme de él entre tanta fantasía sigo recreándome en la contemplación  de la silueta y del entorno de esta aldea volviendo  a  conducir la mirada hacia el Peñón y La casa Abajo y paso por encima de las Huertas y caigo al cementerio y el Primer y al Segundo Callejón y alargo el sentimiento hasta donde me llega la vista, en  La Huerta de la Rosala y las casas del Castillo un camino hasta la cuerda de la sierra  sobre  la que quiero imaginar el Castillo de Dueñas donde ahora se sitúa la caseta de los retenes y … me miro el reloj que marca una hora avanzada de la mañana, la intensidad del sol y el sentido común me dicen que debo pensar en volver pero me cuesta levantarme intuyendo  perder de vista la indescriptible sensación que me ha acompañado durante unas imperceptibles horas. Tras recoger mis compañeros de paseo, entre los arañazos que dejan constancia de las caricias de algún chaparro y el penoso caminar entre el monte, consigo encontrar el sendero que conduce al camino de vuelta.  Retomando el rutinario caminar siento la necesidad de inspirar este aire  hasta la saturación, intentando robarle al tiempo y al lugar algo que permanezca en mí como recuerdo del momento.

 

Con la impresión de que el reloj avanza más deprisa, o simplemente que en el caminar de retorno cunde mucho más cada paso, me encuentro escondido entre el vallejo y la sierra e inicio el duro descenso por el camino de San Lorenzo,  nada que ver con la subida. De repente la abstracción por la añoranza se ve truncada por la atención que requiere la bajada, el cuidado de no caer entre el pedregal en el que se ha convertido el empinado camino hace que los tobillos trabajen intensamente, mientras, las piernas intentan soportan el esfuerzo de compensar el peso del cuerpo al que ayudan a mantener en un equilibrio que más de una vez se ve roto súbitamente. Después de sacudirme las doloridas manos y esa noble parte de nuestro cuerpo, donde la espalda pierde su honesto nombre, vuelvo a un inestable equilibrio que no me ayuda en el intento de protegerme del castigo al que a estas hora me está sometiendo el sol, aunque la lucha contra los elementos a los que he conseguido parcialmente vencer, los resbalones inesperados no dan con mi cuerpo en el suelo, no me han impedido  llegar a un terreno más llano y consistente, con alguna zona,  que humedecida por el agua que pierde ese elemento negro que la conduce, es capaz de atraer a un innumerable número de desagradables insectos que revolotean por el pequeño cenagal. Momentos después me doy cuenta que estoy al borde de la carretera junto al Chorrero, me detengo un momento para terminar de sacudirme el polvo acumulado del camino y quitarme algún molesto rempujo que llevo clavado en los calcetines, mientras siento la necesidad de observar, ahora desde abajo, la insignificante sierra que oculta una tan mágica visión de los alrededores. Con los pies en tierra firme, divisando ya a algunas personas más de las que dejé a la partida de esta mañana,  vuelvo, por un momento, escasamente media hora atrás en el tiempo y aún soy capaz de palpar esa especial sensación desde aquí. Al entrar en la plaza aún puedo saludar a quienes todavía dan trabajo al tendero que supo buscar el cobijo de la sombra de la puerta de la iglesia y entre el hasta luego de unos y los buenos días de otros llego al lugar desde donde inicié el paseo de esta mañana. Con el desayuno esperándome en la mesa que dejo atrás por la llamada imperiosa de una ducha fría que sea capaz de devolverme a una situación físicamente aceptable, a pesar del cansancio, sigo convencido de que quizá pocos paseos merezcan tan grande y a la vez tan pequeño esfuerzo en comparación con lo que de él se obtiene y pienso volver pronto  a ver  y sentir este paisaje, … quizá mañana.

 

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